Era costumbre verlo todas las tardes. Ya desde la esquina se podían escuchar aquellas melodías azucaradas provenientes de esa vitrola. Uno se va acercando y puede contemplar aquel viejito eterno que conoce a todos y todos le saludan.
Su perro, fiel compañero, le acompaña en aquellas tranquilas horas de barrio, hechado ahí a sus pies con una oreja levantada (no se sabe si para escuchar la música o estar atento a los bullicios que cruzan por la calle.
¿Los tiempos cambian? Algunas cosas, quizás, no cambiarán jamás.
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